Francis Bacon nace en el seno de una familia irlandesa. Su padre, estricto militar, lo expulsó con 16 años del hogar al conocer su homosexualidad y Bacon se alojó varios meses en Alemania, donde gozaría de los alegres años 20 berlineses. Entre París y Berlín descubrió la vida y el arte. Fueron Poussin y su «Matanza de los inocentes», el cine de Einsestein y sobre todo Picasso quienes lo empujaron finalmente a la pintura.
De vuelta a Londres, y tras trabajar como decorador de interiores inició su estilo expresionista en el que quiso plasmar ante todo y figurativamente la tragedia de la existencia. Para ello uso la figura humana como principal (y único) tema.
En los 40, ya consagrado, y en plena fiebre del expresionismo abstracto que causaba furor en norteamérica, Bacon se erige como uno de los principales (quizás el principal) pintores figurativos de la segunda mitad del siglo XX.
Homosexual y masoquista, cada noche al salir de su estudio se ahogaba en cerveza, cigarrillos y peleas en su pub habitual —The Colony Room—, y con estos excesos autodestructivos se plantaba la semilla para una nueva obra de arte, en la que expresaba el terror y el sinsentido de la tragedia de la existencia.
Quiso retratar a seres humanos sufriendo, en violencia, retorciéndose en sus habitaciones, aislados, solos y desfigurados. Para ello se inspiró en fotografías de sus amigos, pero también fotografías médicas de enfermedades y deformaciones, en cronofotografías de Muybridge…
Sus óleos, aún carentes de todo realismo, son paradójicamente un fiel reflejo de la vida misma. De algún modo, el espectador se ve reflejado (Bacon potencia este reflejo cubriendo con un cristal la mayoría de sus obras) en esos retratos de hombres modernos, convulsos y amenazados por la violencia y degradación que los rodean en un ámbito de supuesto bienestar.